lunes, 8 de enero de 2007

mis cuentos

LA MUERTE EN DOS ACTOS


Alonzo Trinidad celebró su encuentro con magdarita con un beso exagerado. Fue un saludo de veinte pesos correspondido con una monedita de centavo. Luego la abrazó tanto como pudo abarcarla y la condujo hasta el parque Bolívar. Pensó que era una melosería impertinente que le restregaba lo chocante que le resultaba hacer pública su relación con aquel. Sin embargo lo toleró como una penitencia que se la tenía bien merecida. Por estos días Magdarita estaba convencida de que sus amoríos con Alonzo Trinidad eran lo más parecido a la letra de un bolero que describe a una princesa enamorada de quien no debe; sin importar que en la clandestinidad de un motel la princesita se transformara en una diabla. Lo contrario pasaba por la mente de Alonzo Trinidad. En los mismos últimos días venía craneando someter los repechos sociales de su engreída suegra y, sin importar que la vieja se muriera de una buena rabia, anunciar a los cuatro vientos sus amores con la muchacha; como lo haría cualquier enamorado formal, no hacer ni un minuto más el papelón de enamorado secreto. Su encerrado orgullo se llenaría si sus amigos actores los vieran tomados de la mano, entre despreocupados y engreídos, acercarse hasta al atrio de la iglesia, donde, esa noche, él haría de La Muerte en la obra de teatro que iniciaba a media noche.
Magdarita creía que era un extravagante embeleco donde Alonzo Trinidad, en lugar de La Muerte, haría un oso polar. Así se lo dijo mientras caminaban rompiendo el viento de la noche con las cabezas ganchas y los cuellos del saco erectos para protegerse de un mal frío. Nadie distinto de Alonzo Trinidad se prestaría para meterse en una caja mortuoria a media noche, frente a la puerta principal de la iglesia. En realidad estaba mitad rabiosa y mitad contenta. De una parte creía que abusaban de la ingenuidad de su enamorado. Pero también, y por cuenta de su propia cosecha, Alonzo Trinidad confirmaba con ese papelón que poseía un sentido de vida muy diferente a su parecer, que jamás ella obtendría visa de entrada al mundo en el cual él quería vivir. A ella no le importaba Eugene Ionesco, quien quiera que fuera. No estaba para vibrar con el tal Ionesco ni con el grupo de teatro de Alonzo. Además, lo que sentía no era porque él fuera un teatrero digno de su mínima admiración sino por una casual conjunción de dos copas de más y las ganas de tener algo de qué arrepentirse después. Piénsese en algo así como Un Sueño de Verano. Luego de la primera vez, fue la necesidad de darle sueltas a la concupiscencia con alguien tan relajado como un actor. En últimas, era la princesita del bolero viviendo en el pecado y luego en el remordimiento. Un espiral de frustraciones del cual saldría sólo si el Tuto Santacoloma, a quien durante los últimos días veía a espaldas de Alonzo trinidad, le cumplía la promesa de desposarla y llevarla al reino meloso de su afortunada familia

Arribaron al parque sin agotar el tema Ionesco y el absurdo. Alonzo Trinidad habría podido garlar por muchos kilómetros explicándose en vano. Magdarita venía oyéndolo sin escuchar nada. Andaba errando en un mundo donde a él no le darían visa de entrada. Pensando en cómo terminarle sin herirlo. Confesarle que había tomado la palabra del Tuto Santacoloma y que ahora era su prometida. Sólo por hacerlo rabiar, propiciando un desencanto que jamás llegaría, quizás que por lo mismo él tomara la iniciativa de dejarla, en todo caso disfrazando las razones para deshacerse de él, se precipitó a decir que el teatro era basura mental de pueblerinos sin oficio. Pero el plan no resultó. Alonso Trinidad resultó tan comprensivo que ella debió resignarse a callar sin quebrar su ternura con el zarpazo del adiós.

Cuando llegaron al atrio, El Bien y el Mal hacían un ensayo de última hora. El escenario estaba montado. El frontispicio de la iglesia era el telón de fondo. En el atrio, frente a la puerta mayor, estaba la caja mortuoria donde se acomodaría Alonzo Trinidad para hacer su papel. Cuatro actores tratarían en vano de entrarlo en hombros para que un cura le rezara los reponsos. Estos dos harían sus arengas a grito herido para justificar el arrebato con que se disputarían el alma del finado. Otro actor haría El Sacristán que, con los brazos desparramados, impediría el ingreso de La Muerte. Era entonces cuando Alonzo Trinidad se incorporaría del ataúd para gritar que La Muerte quería continuar su vida. El final previsible era que todos terminaran en la comisaría detenidos por irrespeto al culto religioso.

Magdarita lo acompaño hasta la caja mortuoria. Alonzo Trinidad apoyó su mano en el hombro de ella y de un brinquito ganó el interior del cajón. Permaneció por un momento sentado, aferrando la mano de su amada y con la otra sosteniendo abierta la tapa mientras el director ordenaba que se guardara. Magdarita encumbró los ojos al reloj de la torre y a pocos segundos de iniciar el acto, se acercó al oído de Alonzo Trinidad y le soltó su adiós como un ramalazo. De inmediato doblaron las campanas. Magdarita abandonó precipitadamente el escenario sin volver la mirada atrás para ver que Alonzo Trinidad apenas tuvo tiempo de cerrar sobre sí la tapa del ataúd. El acto comenzó como lo tenían previsto. Todos los actores hicieron sus papeles. Pero cuando llegó el momento de expulsarse La Muerte del sarcófago, y prorrumpir su parlamento, Alonzo Trinidad permaneció impertérrito. La tapa siguió hermética. No hubo poder humano, ni divino, que pudiera hacerlo regresar de las últimas anillas concéntricas del túnel que lo conducía sin regreso al resplandor.

Lo enterraron al día siguiente en la misma caja fúnebre. Magdarita y el Tuto Santacoloma acompañaron sus restos al cementerio. Allí escucharon la vieja canción mexicana que Los Teloneros De La Nada eligieron para las honras fúnebres: De pasión mortal moría, ay, ay, ay paloma…/Cucurrucucú, paloma. ¡Cómo sufrió por ella que hasta en su muerte la fue llamando…Paloma querida!

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